'El reinado de los huérfanos', una novela de Xavier Cristóbal - Capítulo 5
EL DÍA QUE
CAMBIÓ TODO
Madrid
(España), 31 de julio de 1908.
Aquella mañana una espesa niebla se
había apoderado de buena parte de la ciudad. Los animales presentían que algo
extraño iba a ocurrir. Las palomas, las golondrinas, los jilgueros y toda clase
de pájaros se resistían a abandonar sus nidos. Las ratas también decidieron no
salir de sus madrigueras y no por miedo a los felinos. Los gatos se encogían y
se escondían dentro de sus mantas o agujeros donde habían dormido por la noche.
Sus bigotes y pelaje estaban erizados presintiendo algo terrible. Sus ojos
penetrantes escudriñaban las entrañas de la espesa niebla que lo tapaban todo
pero sin resultado alguno. Los perros miraban nerviosamente a través de las
ventanas pero ninguno ladraba. Aquella mañana ni los gallos habían cantado
anunciando el amanecer. La ciudad permanecía en silencio mientras la espesa
niebla avanzaba sigilosamente por las calles.
Ajenos a los inquietantes
presentimientos del reino animal, dos hombres desayunaban en la cafetería del
hotel Rusia. Uno de ellos se llamaba Fructuós Gelabert y el otro se llamaba
Segundo de Chomón. Una maleta estrecha y alargada estaba depositada en el
suelo, al lado de la silla de Fructuós. Los dos tomaban chocolate con churros
mientras mantenían una agradable conversación matinal y leían atentamente una
edición del diario ABC. Un camarero, detrás de la barra, limpiaba los vasos con
un paño blanco.
-Hoy
no dan ninguna película nueva. Mejor. Así tendremos la tarde libre para rodar
–dijo Fructuós.
-Veo que siempre comienzas a leer el
diario por el final –le dijo Segundo.
-¿Acaso no son más interesantes de
leer las noticias de cultura que las de política o internacional?
Segundo asintió sonriendo mientras
cogía un churro, lo untaba exquisitamente en el tazón de chocolate y le daba un
delicioso mordisco. Segundo volvió a centrar su mirada en su diario, que tenía
abierto por la sección de internacional.
-¿Crees en el destino?
-¿Por qué lo preguntas? –quiso saber
Fructuós, que seguía leyendo atentamente el diario.
-Míranos a nosotros. En mil
ochocientos noventa y seis los dos estábamos en París y vimos la película del
regador regado de los Lumière. Hasta es posible que coincidiéramos en la misma
sesión.
-Cierto. Recuerdo que tenía
veintidós años cuando la vi. Me
impresionó tanto aquel invento que aquel día decidí que dedicaría mi
vida al cine –explicó Fructuós, muy entusiasmado.
-Resulta
irónico que tiempo después los hermanos Lumière llegasen a decir de su propio
cinematógrafo que el cine era una invención sin ningún futuro -comentó Segundo,
mientras daba otro mordisco a su churro untado en delicioso chocolate.
-Tenían poca fe en su propio invento.
Una lástima… ¿Qué decías de creer en el destino? –Fructuós le invitó a
recuperar el hilo de la conversación.
-El destino… pues que los dos casi
coincidimos viendo una película en París… Nos apasiona el cine… Tú te
construiste tu propia cámara y rodaste una película a la que titulaste Choque de dos trasatlánticos. Yo también
me construí mi propia cámara cinematográfica y rodé una película a la que
titulé Choque de trenes –Segundo
hablaba con gran convencimiento en su discurso-. Nos conocimos en Barcelona, durante el estreno de mi película El heredero de casa Pruna.
-Que
yo te reconocí luego que me inspiró para mi siguiente película, Los guapos de la vaquería del parque –le
interrumpió Fructuós.
-Sí.
Tú reconociste haberla imitado y haber cambiado las mujeres por hombres en tu
película –le interrumpió Segundo.
-Cierto. Luego tú rodaste Los guapos del parque que era una
versión de mis guapos.
-Pero la hice porque Macaya y Marro
me lo pidieron –se justificó Segundo.
-Cierto. No te podías negar a la Hispano
Films. Pagan bien –reconoció Fructuós-… Conclusión. Aparte de conocernos, ¿qué
más ha hecho el destino por nosotros? A ti te gusta hacer chocar trenes y a mí
trasatlánticos –sentenció Fructuós.
-Que pragmático eres –le dijo
Segundo, muy rotundo.
-Sí, lo soy. Lo reconozco –le
replicó Fructuós-. Míranos a dónde nos ha conducido el destino. Estamos aquí en
Madrid, tomando un buen chocolate con churros y hablando de nuestros próximos
proyectos. Tú, trabajando para la Pathé Frères y rivalizando con las películas
de Méliès. Yo, trabajando en Barcelona porque he rechazado una oferta para irme
a trabajar con la Edison a América. -¿Y
te quejas?
-No… aunque pareciera que estaba
refunfuñando no me estaba quejando… Sinceramente, creo que los dos estamos
somos unos afortunados pues disfrutamos de nuestro trabajo.
-Si
tuviera una copa de vino a mano brindaría por ello –dijo Segundo, alegremente.
-Si quieres podemos pedirla.
-¿A estas horas?
-Cualquier hora es buena para brindar
con vino –le contestó Fructuós. Segundo
asintió y volvió a centrar su mirada en el diario. Fructuós hizo lo mismo. Los
dos estuvieron leyendo en silencio casi diez minutos. Algo inaudito para ellos.
-He encontrado una noticia de la que
podríamos hacer una buena película- interrumpió Fructuós.
-Yo también –dijo Segundo.
-Tú primero.
-No. Tú, primero, por favor –le rogó
Fructuós.
-Está bien. Yo primero. Me he dado
cuenta de que este mes apenas he prestado atención a mis escasas lecturas del
diario. He leído que en las últimas semanas se han producido unas extrañas
apariciones y desapariciones por casi todos los países del mundo. Dicen que,
aproximadamente, unos quinientos chicos y chicas aparecen y desaparecen a la
velocidad del relámpago. En muy pocas ocasiones se les ha oído hablar entre
ellos pero algunos testigos dicen que creen haberles oído hablar en arameo. Se
ve que han aparecido en mil lugares diferentes, miran alrededor suyo y
desaparecen. La prensa ha bautizado este fenómeno como
-El mes de los fantasmas –le
interrumpió Fructuós-. Lo sé. Yo también he estado leyendo lo mismo pero en las
noticias de aquí. Esos muchachos se han dejado ver en Barcelona, Valencia,
Bilbao, Madrid, Sevilla y muchos pueblos. Dicen que ayer fue el primer día de
este último mes en el que no se produjo ninguna aparición de estos chicos.
Fructuós y Segundo hicieron una
pausa y dieron un mordisco a sus respectivos churros untados de chocolate.
-¿Qué película harías sobre esta
noticia? –preguntó Segundo.
-Yo haría una en la que estos chicos
y chicas apareciesen misteriosamente dentro de un cuartel del ejército en medio
de la noche. Despertarían a todos los soldados y éstos los perseguirían por
todos los lados. Nunca los cogerían porque los chicos no pararían de aparecer y
desaparecer… ¿Y tú? ¿Cómo sería tu película?
-Mmm… En mi película esos chicos y
chicas aparecerían en un castillo y allí serían sorprendidos por unos gigantes
que también aparecerían y desaparecerían como ellos. Los chicos se asustarían
al ver los gigantes y huirían, apareciendo y desapareciendo por todo el
castillo. Al final, los chicos y los gigantes aparecerían y se caerían al suelo
agotados de cansancio. Entonces aparecería un mago que organizaría un boda
entre un gigante y una muchacha y entre un muchacho y una giganta.
Segundo permaneció en segundo a la
espera de la respuesta de su compañero.
-Iré a verla –dijo Fructuós,
finalmente.
Segundo sonrió. En ese instante
oyeron varios disparos y cañonazos a lo lejos. Los dos se giraron
instintivamente hacia la ventana. El camarero dejó de limpiar y también miró en
la misma dirección. Durante unos segundos nadie habló. Volvieron a oírse más
disparos y cañonazos pero esta vez más cerca. Fructuós y Segundo miraron al
camarero que se encogió de hombros y arqueó los ojos. Los sonidos de disparos y
cañonazos aumentaron de intensidad. Fructuós se agachó para coger su maleta.
-Coge tu cámara. Una película nos
espera ahí fuera –dijo Fructuós, con una mezcla de entusiasmo, temor y
excitación.
-La he dejado en la habitación –dijo
Segundo.
-¡Nunca salgas sin tu cámara!
¡Sígueme! –le gritó Fructuós.
Segundo ayudó a Fructuós a
transportar la maleta larga y estrecha hasta el exterior del hotel. La
depositaron con cuidado en el suelo. No había nadie en la calle. Sólo una
espesa niebla que apenas dejaba ver los edificios más cercanos. Los disparos y
cañonazos ahora se vieron acompañados de algunos gritos de personas. Fructuós y
Segundo se miraron un instante y entonces tuvieron muy claro lo que iban a
hacer. Abrieron la maleta y comenzaron a montar las diferentes piezas de la
cámara que Fructuós se había construido unos años atrás. Los disparos y los
cañonazos comenzaron a sonar demasiado cerca. Fructuós ya estaba dando vueltas
a la manivela y rodando. Segundo había revisado la óptica de la cámara y que el
trípode estuviera bien colocado. La cámara apuntaba hacia una calle de donde
parecían provenir los disparos, cañonazos y gritos. De repente, entre la niebla
surgió un camión militar por los aires que se estrelló contra un edificio, a
escasos veinte metros de dónde estaban ellos. Los dos cineastas no se inmutaron
y siguieron atentos a su trabajo. Varios soldados aparecieron por la misma
calle por donde aquel camión había sido lanzado por los aires. Se giraron y
siguieron disparando, aterrorizados. Un soldado, lanzado velozmente por los
aires, los arrastró consigo y todos se estrellaron contra una pared. Todos
murieron al instante. Segundos después, varios soldados comenzaron a caer del
cielo y todos morían como consecuencia del impacto. El sonido de los gritos
mientras caían y de cómo se quebraban los huesos al estrellarse contra el suelo
era estremecedor. Segundo se santiguó mientras Fructuós seguía dando vueltas a
la manivela, aunque sudoroso y con un nudo en el estómago. En ese instante otro
tanque caía del cielo. Segundo lo vio justo a tiempo para agarrar la chaqueta
de Fructuós y estirar de ella con todas sus fuerzas. Los dos cayeron con
violencia al suelo. La cámara cinematográfica también cayó al suelo y su óptica
vio cómo un tanque le caía del cielo y la aplastaba.
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